· Casi dos docenas son potencialmente activos y algunos muestran actividad fumarólica, señalaron especialistas de la UNAM
· Más de la mitad de los mexicanos vive alrededor de volcanes, explicó el experto del Departamento de Vulcanología del Instituto de Geofísica, Claus Siebe
· Tan sólo en torno al Popocatépetl, viven más de 10 millones a 60 kilómetros de distancia, precisó el también vulcanólogo del IGF, Hugo Delgado Granados
En México no se ha desarrollado un sistema de monitoreo de volcanes, pese a que casi dos docenas de ellos son potencialmente activos, y algunos –además del Popocatépetl y el Volcán de Fuego de Colima–, muestran actividad fumarólica, como el Chichón, en Chiapas, y el Ceboruco, de Nayarit, afirmaron especialistas de la UNAM.
Además, indicaron, es necesario prestar mayor atención a las áreas y los campos susceptibles, donde en cualquier momento puede nacer un cuerpo de pequeñas dimensiones y hacer erupción una sola vez, como los llamados monogenéticos, y que han pasado inadvertidos por la atención prestada a los “colosos”.
A ello, se suma que la parte más habitada del territorio nacional es el cinturón que va de Veracruz a Nayarit, donde se ubica la mayor parte de la población, incluyendo la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, Puebla, Guadalajara y Toluca. Es decir, explicó el experto del Departamento de Vulcanología del Instituto de Geofísica (IGF), Claus Siebe Grabach, más de la mitad, si no es que tres cuartas partes de los mexicanos, vive alrededor de los volcanes.
Tan sólo alrededor del Popocatépetl, entre los 10 y 20 kilómetros habitan cerca de 300 mil personas; entre los 20 y hasta los 30, más de medio millón, y así hasta rebasar los 10 millones a 60 kilómetros de distancia, precisó el también vulcanólogo del IGF, Hugo Delgado Granados.
Por ello, es necesario que el monitoreo de don Goyo y el Volcán de Fuego, de algunas estaciones sísmicas en el Citlaltépetl, también llamado Pico de Orizaba, y algunas observaciones en el Tacaná, en la frontera de México y Guatemala, así como el Chichón, se extiendan a todos los sistemas activos, agregó.
De esa forma, puntualizó Delgado, se podrán establecer "líneas base", es decir, reconocer cuánto tiembla cada volcán –pues todos registran actividad sísmica de fondo–, cuando no presenta eruptiva, a fin de identificar el momento en que se reactive y tenga una posible expulsión.
También es necesario un programa para la elaboración de mapas de peligros de la totalidad de estas formaciones. Hasta la fecha, se tienen sólo los del Popo, el de Colima, del Pico de Orizaba y del Nevado de Toluca, y de forma no oficial para Tres Vírgenes, en Baja California Sur, y evaluaciones de peligrosidad en el Ceboruco, el Tacaná y, en desarrollo, para La Malinche, en Tlaxcala.
Sin embargo, esa infraestructura no es suficiente, consideró Siebe. Esa información debe traducirse en una legislación sobre el uso de suelo que se haga valer.
En la variedad está el gusto
El ingeniero geólogo por la UNAM y doctor por la Universidad Tohoku, Japón, Hugo Delgado, expuso que un volcán es roca caliente y fundida que llega a la superficie. Ese material se produce a unos 100 kilómetros de profundidad y asciende abriéndose camino entre las rocas, aprovechando las fracturas y fisuras de la corteza.
En el trayecto puede tener múltiples historias; una de ellas, cuando el magma “estacionado” logra vencer las fuerzas que le impiden salir, y libera la acumulación de presión, produciéndose explosiones. Es la expansión de los gases volátiles que acompañan al material, y cuya separación puede ser violenta, añadió.
Los que llegan a la superficie escurren formando flujos de lava, como en el caso de Hawai; ese tipo de erupciones no son tan peligrosas. No obstante, en México la mayoría son explosivas, abundó Siebe.
Los volcanes se clasifican en activos, en estado de reposo y extintos. Los primeros, se reconocen a simple vista; basta con ver al Popo o al de Colima. Sin embargo, los segundos no se pueden distinguir fácilmente de los últimos. “A veces uno se puede confundir”, expresó el investigador egresado de la Universidad de Tübingen, Alemania, y doctorado por la Universidad Estatal de Arizona, EU.
Para diferenciarlos, se requieren estudios y determinar cuándo fue su última actividad, porque muchos tienen largos intervalos eruptivos, y parecerían apagados sin estarlo. Para ello, dijo, se determina la estratigrafía o secuencia de los depósitos y su fechamiento. Los especialistas han acordado que si su última expulsión ocurrió hace menos de 10 mil años, están en reposo.
Incluso, pueden ser monogéneticos, como el Paricutín, en Michoacán, o el Xitle, en el Distrito Federal, o poligenéticos, con actividad en repetidas ocasiones. Ese es el caso de los también llamados estratovolcanes, como el Popocatépetl, que por la acumulación de materiales ha alcanzado más de cinco mil 500 metros de altitud en más de 500 mil años; otro es el Pico de Orizaba, apuntó Delgado.
Cada uno tiene su “personalidad”, refirió Siebe. Algunos presentan erupciones frecuentes, como el de Colima, que registra una al menos cada diez años. El Popo parece “despertar” en periodos de una centuria; la última comenzó en 1994 y no ha concluido. Otros, en cambio, las tienen de manera más espaciada. Por eso, en ocasiones, la gente asume que es un “cerro”, pero eso no significa que no pueda tener movimientos en el futuro.
Las formas vulcanológicas son diferentes, aunque la mayoría son cónicas. Eso también depende de la viscosidad del magma. Alguno escurre bien, pero otro no, y forma volcanes sin cráter, con cimas redondeadas. Otros, abundó, en realidad son cráteres, depresiones de distintos tamaños, pequeños o de muchos kilómetros de diámetro y que, por ello, ni siquiera se perciben, y que reciben el nombre de calderas.
También hay viejos y jóvenes. La historia geológica de México, especificó Delgado, contempla muchos periodos de vulcanismo por lo que, incluso, se tienen rocas de edades paleozoicas, incluso cercanas a las edades precámbricas, es decir, de más de mil millones de años en el sur del territorio.
Pero también hay estructuras recientes. El Paricutín nació en medio de un maizal en 1943, pero poca gente sabe que el primero de agosto de 1952 apareció uno nuevo, el más joven de México, en las islas Revillagigedo. Se trata del Bárcena, ubicado en la isla de San Benedicto, donde hizo desaparecer casi toda la flora y la fauna. Surgió en un promontorio cuyas raíces están en el fondo del mar y su historia es mucho más prolongada, relató.
Estas estructuras geológicas no ocurren solas. Son parte de regiones volcánicas y la mayor parte del tiempo no están “despiertas”; cuando ocurre, lo hacen por cierto periodo y luego vuelven a “dormir”.
Además, los productos de estos “colosos” (ceniza, por ejemplo) contienen compuestos químicos, salvo nitrógeno, que requieren las plantas para su crecimiento. Por consiguiente, las zonas alrededor son las más fértiles del orbe y han propiciado el desarrollo de la agricultura y de grandes grupos de población. Esa es la razón por la que el área central es una de las regiones más habitadas del mundo desde la época prehispánica, externó Siebe Grabach.
Además, genera gran variedad de elementos que desde la antigüedad se han usado para la construcción, prosiguió. La mayoría de las pirámides en el centro del país están hechas de roca volcánica, lo mismo que los edificios coloniales.
Nación eruptiva
México es un país de volcanes. De tipo monogenético existen alrededor de tres mil, sobre todo en zonas como Michoacán y Guanajuato. Los estratovolcanes suman decenas, entre ellos, los activos, que además de los ya mencionados son los de San Juan, en Nayarit; Cocotitlán, en el Estado de México; el Iztaccíhuatl, entre Puebla y México; Las Derrumbadas, en Puebla; San Martín Tuxla, en Veracruz, y el Everman, en Isla Socorro.
Además, resaltó Hugo Delgado, es latente la posibilidad de que nazcan nuevos, sobre todo en los campos monogenéticos. Siempre es factible que haya ascenso de magmas en áreas como Serdán Oriental, el sur de la Ciudad de México, Michoacán, y un corredor entre la población de Tequila, Jalisco, y antes de llegar al Ceboruco, lo mismo que en el Pinacate, Sonora, “sin mencionar las probabilidades en el mar”.
Al respecto, el científico comentó que se hacen esfuerzos por determinar los patrones que permitan reconocer las zonas más activas, que podrían ser el vehículo para que surjan magmas y volcanes.
Se sabe con certeza que una de estas erupciones volverá a ocurrir en el futuro, manifestó Claus Siebe, pero no se sabe cómo ni dónde. Por fortuna, se anuncia con sismicidad, con los llamados “precursores”, junto con emanación de gases y apertura de grietas.
Peligrosidad y riesgo son dos conceptos que deben distinguirse, esclareció Hugo Delgado. La primera es una función de probabilidad de que un volcán tenga actividad eruptiva, es decir, que produzca flujos de lava, erupciones explosivas, nubes de cenizas, derrames piroclásticos o de lodos, entre otros.
Las probabilidades de que una formación tenga un movimiento determinado y los alcances de sus productos en los alrededores, propician que su peligrosidad sea distinta. Es necesario estudiar los depósitos para establecer la acción en el pasado, cuándo ocurrió, qué tan recurrente fue, qué tan grande, qué tan lejos llegó y, en función de ello, establecer si la estructura geológica ha tenido más erupciones explosivas o de flujo de lava, grandes o pequeñas.
Los de mayor peligrosidad son los que tienen emisión con más frecuencia. En primer lugar está el de Colima y, en segundo, el Popocatépetl, que produce explosiones y materiales fragmentados. Su comportamiento ha representado hasta ahora bajo riesgo para las poblaciones aledañas, pero no ha sido así para la aeronavegación, que podría registrar daños económicos.
Para evitar sorpresas hay que observar cercanamente a todos los colosos, y diseñar sistemas de vigilancia para adelantarse y reconocer los tremores que podría indicar el advenimiento de una erupción, sentenció Hugo Delgado.
Los científicos expresaron el deseo de que continúe el apoyo para la investigación en este campo, que no sólo permite generar conocimiento de lo que ocurre dentro de los volcanes y de los procesos por los cuales se emplazan los productos eruptivos, sino que se traduce en aplicaciones y pronósticos de la actividad futura, de particular importancia para la protección civil, pero con un potencial mayor si son utilizados por la autoridad para determinar hacia dónde deben crecer las ciudades.
Créditos: Universidad Nacional Autónoma de México (www.unam.mx)
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